Evangelio según San Marcos 9,30-37.
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,
porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".
Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?".
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:
"El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".
Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.
Bulle San León Magno (¿-c. 461)
papa y doctor de la Iglesia
6º sermón sobre la Navidad
«El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí»
La majestad del Hijo de Dios no despreció el estado de infancia. Sino que siendo niño creció hasta la edad en que llegó a ser un hombre perfecto; después, cuando hubo llevado plenamente a término el triunfo de su pasión y de su resurrección, todas las acciones de la condición humillada que por amor a nosotros había adoptado, se convirtieron en acciones del pasado. Sin embargo, la fiesta de su natividad renueva en nosotros los primeros instantes de Jesús, nacido de la Virgen María. Y cuando adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, celebramos nuestro propio origen.
En efecto, cuando Cristo viene al mundo, comienza el pueblo cristiano: el aniversario de la cabeza es el aniversario del cuerpo. Sin duda que cada uno de los llamados va sucediéndose en el tiempo y los hijos de la Iglesia aparecen en épocas diferentes. Sin embargo, puesto que la totalidad de los fieles, nacidos de la fuente del bautismo, han sido crucificados con Cristo en su pasión, resucitados en su resurrección, sentados a la derecha del Padre en su ascensión, así también con él nacen en su natividad.
Todo creyente, de cualquier parte del mundo, que, después de haber abandonado el camino de pecado que llevaba desde su origen, renace en Cristo llega a ser, por su segundo nacimiento, un hombre nuevo. Ya no pertenece a la descendencia de su padre según la carne, sino a la raza del Salvador, porque éste se hizo Hijo del hombre para que nosotros llegáramos a ser hijos de Dios.